Esta nota salio publicada rn el diario norte de hoy. ESta buena para reflexionar.
Mila Dosso
Armas en un colegio, ¿quién arroja la primera piedra?
Domingo, 28 de Noviembre de 2010 - 04:00
No más de dos décadas atrás que un estudiante ingresara a una institución educativa con cualquier tipo de arma era desde todo punto de vista una idea descabellada. La escuela o el colegio eran considerados como el espacio de conocimiento donde los maestros eran las personas más respetadas de cada institución.
Hoy no caben dudas de que el contexto escolar es diferente en una realidad que también es otra, en la que los jóvenes se encuentran permeados por una sociedad violenta, por medios de comunicación que sólo muestran violencia, por una notoria desintegración familiar que se ve reflejada en el comportamiento de los jóvenes, y enemigos comunes de la sociedad: la droga y el alcohol, que esclavizan a su antojo a todo aquel menor que cae en sus redes.
Esta realidad ha trasladado la violencia a las instituciones educativas, y la trama social en la que vivimos ha hecho de las escuelas y colegios territorios “liberados”, tanto para el consumo de drogas como para conseguirlas. Esto es así y lo sabemos, lo dicen los mismos chicos, aunque todos, incluso padres y directivos o docentes, simulemos no ver lo que sucede.
Por más altos que sean sus muros, la violencia presente en nuestras calles, nuestras casas y nuestros medios de comunicación termina por traspasar los patios y las aulas de nuestros colegios. Esta agresividad latente no es ni nueva ni aislada, sino parte de la estructura de nuestra convivencia social; y la violencia escolar, como fenómeno emergente, debe ser asumida de manera conjunta por los gobiernos, las autoridades educativas, los docentes, los padres de familia y los propios alumnos.
Cruzarse de brazos
Al fin y al cabo, somos los adultos quienes dimos forma a la sociedad en la que viven los adolescentes. Y también somos nosotros los que nos cruzamos de brazos ante los horarios, los modos, el vocabulario, la desidia y los excesos de nuestros hijos. Como si ellos fueran más fuertes que nosotros, nos quejamos, ponemos el grito en el cielo, pero nos tiramos la pelota unos a otros.
¿A qué obedece nuestra pasividad? En primer lugar, tenemos miedo de convertirnos precisamente en los tiranos que siempre juramos no ser.
En segundo lugar, también nos asusta criar niños inadaptados si rechazamos con demasiado fervor las costumbres del grupo al que ellos pertenecen. A estos dos motivos hay que agregar otros más difíciles de asumir: nosotros mismos estamos cansados y aturdidos. Cansados de nuestra carrera tras el éxito profesional y aturdidos por la velocidad de los cambios, la competencia atroz, el exceso de información, la precariedad de las certezas, la facilidad con que podemos ganar o perderlo todo en un instante.
En el fondo, si nos quedamos de brazos cruzados ante muchas de las actitudes de nuestros hijos adolescentes no es porque nos parezca que nada de lo que hagamos o digamos podrá hacerlos cambiar de rumbo, sino porque estamos convencidos de que lo que no va a cambiar de rumbo es la sociedad y la cultura a las que pertenecen.
Cruzarse de brazos o echar la culpa a otros es lo más fácil. Lo difícil es asumirnos como coautores del presente. ¿Qué juegos dejamos jugar a nuestros hijos en sus consolas de video? ¿Qué programas les dejamos ver? ¿Cuánto hablamos con ellos? ¿Cuánto tiempo nos tomamos para escucharlos? ¿Qué medios de entretenimiento alternativo les proponemos? ¿Tenemos armas en nuestra casa? ¿Dónde las tenemos y para qué?
Es muy obvio decir que un chico de sexto o séptimo grado sabe muy bien lo que es un arma y los peligros que conlleva su manipulación. ¿Qué lo impulsa a llevarla al colegio o a cualquier parte? ¿El deseo de mostrar poder?
La pregunta no es ociosa. Nuestra época exalta el poder, no la inteligencia. Y nosotros, aunque no estamos de acuerdo, nos callamos ante nuestros hijos y los dejamos hacer. Vivimos vidas divididas. Como si tuviéramos varias personalidades a la vez: nos preocupamos por el medio ambiente, ¿pero hacemos algo por preservarlo?; nos quejamos del exceso de violencia de la televisión, ¿pero dejamos de mirarla? ¿y qué tan violentos son nuestro propio lenguaje o nuestras reacciones?; nos desvelamos por nuestros hijos, pero cuando regresan del colegio ¿estamos en casa o estamos demasiado ocupados en otra cosa?
Hasta hace dos décadas, la familia y la escuela eran las encargadas de transmitir los valores de la sociedad; hoy, los transmite el mercado. La escuela apenas imparte algún conocimiento y los adultos estamos tan empeñados en correr todo el día, tan confundidos con nuestras propias contradicciones, que olvidamos que ser padres es mucho más que comprar algo para comer y el último modelo de celular.
No somos inocentes
Por esquivar la tiranía, nos hicimos cómodos. Para evitar alejar a nuestros hijos del grupo, nos callamos muchas cosas con las que no estamos de acuerdo; intentando darles lo mejor nos agotamos trabajando; por hacer un culto de la libertad en lugar de cobijarlos los hemos lanzado a la intemperie.
‘Para educar a un niño se necesita la aldea entera’, dice un proverbio africano. Los adolescentes están enojados y es porque los hemos dejado solos, sin valores, sin recursos emocionales con que hacer frente a la agresividad que los rodea. Con sus excesos de alcohol, con su promiscuidad sexual, con su apatía o su violencia nos están pidiendo que los cuidemos un poco más.
No se trata de aislar al niño o al adolescente del mundo en el que vive, sino de mostrarle que existe otra realidad, que convive con la violencia cotidiana, pero que es diferente.
Por último, conviene señalar que las escuelas siguen siendo un lugar seguro, a pesar de ciertos hechos de violencia que pueden ser catalogados como significativos. Ello no nos avala para distorsionar la realidad de las escuelas, y particularmente la de sectores populares, como espacios peligrosos. Esto sólo nos conduciría a un discurso negativo y estigmatizador sobre estos espacios y los niños y jóvenes que los habitan, donde el uso de la violencia es un recurso más o menos recurrente pero no exclusivo de estos segmentos de edad ni de estos espacios.
La demonización y el estigma sobre la violencia pueden transformarse en la antesala del destierro para un grupo significativo de jóvenes, dado que este concepto es un atributo profundamente desacreditador, que hace a sus portadores ser y sentirse extraños a los ojos de quienes se sienten normales: no “deseablesocialmente”, lo que puede reducir a una persona -en este caso los niños y los jóvenes— a un ser menospreciado, profundamente desacreditado, algo que debemos evitar a toda costa. Así, no hay niños ni jóvenes “malos”, como tampoco hay escuelas que sean “malas”.
Son lo que hemos construido como sociedad, nada más y nada menos.‘Un chico que porta un arma necesita que le devuelvan la infancia.’
Un chico que juega al fútbol y practica después de la escuela pone las zapatillas en el bolso. Un chico que adopta la delincuencia como forma de vida es una víctima del sistema. Si un chico lleva un arma es porque todo el sistema social se ha descompuesto y ha perdido su condición de niño.
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