Un buen texto para reflexionar....
Leer literatura en la escuela
Por Rubén Silva
Editor, escritor y profesor de literatura
En los últimos tiempos, la lectura se ha puesto de moda. Es un tema de discusión en las reuniones con los amigos, los padres se preocupan porque sus hijos lean más literatura; en la escuela se hacen grandes campañas de lectura; los medios de comunicación convierten en noticia evaluaciones que nos ponen en los últimos lugares como lectores; el ministerio de Educación crea una oficina alterna de promoción de la lectura; las editoriales publican más y más libros de literatura infantil y juvenil. Todos creen (o quizás sería mejor decir “todos dicen”) que leer es importante.
En los últimos tiempos, la lectura se ha puesto de moda. Es un tema de discusión en las reuniones con los amigos, los padres se preocupan porque sus hijos lean más literatura; en la escuela se hacen grandes campañas de lectura; los medios de comunicación convierten en noticia evaluaciones que nos ponen en los últimos lugares como lectores; el ministerio de Educación crea una oficina alterna de promoción de la lectura; las editoriales publican más y más libros de literatura infantil y juvenil. Todos creen (o quizás sería mejor decir “todos dicen”) que leer es importante.
Está pasando lo que sucede con cualquier dogma, hay que obedecerlo sin reflexionar, sin saber por qué es que
es bueno leer. Claro, se me dirá que hay que leer para aprender, para mejorar la ortografía, para mejorar la sintaxis, para conocer más, para ser culto, para entretenerse, para tener éxito en la vida y una larga lista de razones todas muy razonables.
Sin embargo, conozco hábiles abogados, exitosos empresarios, altos ejecutivos, diestros artesanos que no leen
literatura. Conozco personas con una excelente posición social que confiesan con vergüenza que no tienen tiempo para leer, otras que dicen que si bien ahora no leen es porque ya leyeron mucho antes, unas más que solo leen libros útiles y no literatura. Y con estas estoy de acuerdo: los libros de literatura no son libros útiles ni su lectura es una lectura útil, si entendemos utilidad como algún provecho de consumo inmediato o como la solución de problemas perentorios.
La literatura solo nos permite satisfacer nuestras ansias de conocer el mundo; nos permite reconocernos en la tradición y en el mundo hecho de palabras de los seres humanos; nos pone en contacto con la mirada de los
otros; nos acerca a mundos alejados, distintos, pero quizá realizables. Y así la literatura se vuelve subversiva, crítica; pone en entredicho el orden propuesto por la autoridad. Quizá eso la haga temible —no en vano han existido a lo largo de toda la historia censores e índices con libros prohibidos—, pero también vital. No poca labor para ella que el hacernos más humanos.
Leer en el aula
La escuela nació ligada al libro y a su necesidad de alfabetizar y transmitir conocimientos —recordemos que el
primer libro al parecer dedicado a los niños, el Orbis Sensualium Pictus (Nuremberg, 1658), fue un abecedario
ilustrado para aprender a leer y escribir—. Desde entonces la escuela ha tenido diversos objetivos y discursos relacionados con la enseñanza y la práctica de la lectura literaria. Esto ha hecho que aunque no se ha dejado de
leer a lo largo del tiempo, lo que ha cambiado es el qué y el para qué leer. Esto ha tenido que ver con el cambio de la función social de la literatura, con el cambio de los objetivos de la pedagogía de la lengua y con los cambios en el modo de leer de la personas.
En la antigüedad, la literatura era modélica y los textos eran tomados como ejemplos del bien decir. Antiguamente en la escuela se leían los grandes textos clásicos y se analizaban sus figuras retóricas para aprender a usarlas. Durante el Romanticismo, la literatura se convirtió en la depositaria del patrimonio original y colectivo de la sociedad; entonces en la escuela se leían textos que transmitieran esos valores morales y colectivos: literatura edificante o pía.
Con el desarrollo de las tecnologías y los medios de comunicación, la literatura perdió su papel de difusora de los valores colectivos, transmitidos ahora más eficazmente por otros medios; también perdió su papel principal de fuente de entretenimiento de las personas, convirtiéndose en una más entre multitud de opciones muchas veces más atractivas
La lectura literaria, pues, empezó a dejar de tener lugar en la escuela y dejó paso al análisis de los textos literarios para determinar aquello que los hacía obras de arte. Luego, con el enfoque comunicativo de la enseñanza de la lengua, el estudio de los textos recayó en su valor instrumental para desarrollar habilidades comunicativas en los estudiantes y el estudio de la literatura se vuelve tangencial y enciclopédico. La lectura de la literatura, por el placer de leer empieza a desterrarse.
El Plan Lector o los planes lectores
Luego de que la escuela desterrara la lectura literaria de sus dominios, algunos maestros intuyeron de que algo
se estaba perdiendo. Así en algunos colegios empezaron a preocuparse por buscar literatura adecuada para
los lectores en etapa escolar. Una literatura que, sin pertenecer a ningún canon literario, tuviera calidad artística y cuidado con el lenguaje, pero que respondiera a las características de estos destinatarios menores de edad. A los que, siguiendo a Marc Soriano, podemos definir como lectores carentes, momentáneamente, de las maduraciones afectivas y de las competencias en cuanto a vocabulario, sintaxis y cultura general que definen en principio al lector adulto.
La oferta era reducida y excesivamente costosa. Los profesores se enfrentaban con lo desconocido: títulos distintos de los que ellos mismos habían leído, autores que no conocían. Pero no solo eso, muchos profesores no sabían qué hacer con esos libros que hacían comprar a la biblioteca del colegio, pues el libro solo venía con la indicación de la edad ideal del lector.
¿Tendrían que analizar esas obras, situarlas en su contexto histórico, hablar de la vida y de la obra de los autores? No, simplemente estaban allí para que los alumnos las lean y las disfruten. No se podía hacer clases de literatura con estos libros.
Desde el inicio, el placer tenía que ser el motor de ese plan. Ya se tenía un objetivo; era la respuesta al ¿por qué? de la lectura literaria: se leería por placer. Otra pregunta que al parecer se había respondido era el ¿qué?, pues, atendiendo a las características de los lectores, habían escogido libros. Solo faltaba responder a la tercera de las preguntas básicas que el maestro responde antes de cualquier labor educativa: faltaba el ¿cómo? Tenían que hacer algo, tenían que tener un plan, tenían que pensar en qué hacer para que los alumnos lean y lo hagan con gusto.
La respuesta al cómo llevó a la elaboración de planes de lectura en los colegios. Dentro de esta categoría se
consideraron estrategias muy diversas: unas enmarcadas en el aula: la hora de la lectura, controles de lectura, fichas de seguimiento; otras que se salían un poco de ellas: lectura al aire libre, visita a la librería, visita de autores; y otras lideradas por las bibliotecas del centro escolar: la hora del cuento, la vitrina de los libros, las novedades del bimestre, la feria de libros, etc.
Sin embargo, algunas de ellas difícilmente hubieran podido llamarse un Plan Lector, pues le faltaba aquello que es característico de un plan: la planificación. Eran actividades sin objetivos explícitos, sin una programación,
sin continuidad, con un manejo intuitivo y poco sistemático. Otras repetían el mismo esquema de trabajo
que utilizaban para la literatura canónica y convertían lo que estaba definido como gozo en un curso más. Unas
más se centraban en todo lo periférico del texto literario: las artes, lo audiovisual y el texto se convirtió en un pretexto para el desarrollo de habilidades y simpatías de otro tipo (artes plásticas, escénicas, cuentacuentos, juegos, etc.).
¿Entonces, por qué un plan lector? ¿Qué es? ¿Un curso más, una receta para formar lectores? Según creo, un
Plan Lector es una actividad, más que pedagógica, educativa y, por lo tanto, implica un gran compromiso del animador a la lectura y de toda la comunidad educativa (padres incluidos). Un compromiso, en primer lugar, para que el animador a la lectura se reconozca como lector, y si no lo ha sido que empiece a serlo y qué mejor que con los textos dirigidos a los niños (a ver si se despierta el niño que todos llevamos dentro). Y en segundo lugar: el animador a la lectura debe comprometerse a conocer a sus lectores (sus gustos, su personalidad, su desarrollo cognitivo, lo que lo diferencia de otros lectores más grandes y más pequeños, etc.). En tercer lugar, el animador debe comprometerse a conocer también más sobre literatura infantil; a conocer cómo se hacen los lectores para darse cuenta de que hay tantas respuestas como lectores hay y que allí está su arte.
Por lo tanto, lo anterior implica que los animadores a la lectura también se tomen en serio este Plan y que lo trabajen como si fuera el más importante y querido de sus cursos: seleccionando las obras literarias cuidadosamente; fijando los objetivos de su Plan Lector, planificando las actividades motivadoras y las de socialización de lo leído. Ligado a esto está el compromiso de la institución educativa de reconocer que no es poca cosa formar un lector y apoyar decididamente la labor de los animadores de la lectura, sin olvidar que todo cambio colectivo implica siempre primero un cambio individual.
A modo de (no) conclusión
Es fundamental a la hora de transmitir el gusto por la lectura que no se imponga un sentido único a los libros (el lector, cada lector, construye su propio sentido), que no se obligue a los lectores ni a leer ni a hablar sobre lo leído, que no se censuren sus lecturas. En resumen se trata de respetar al lector joven tanto como respetaríamos al lector adulto. Luego de ese trabajo a lo mejor, con suerte, el maestro habrá sembrado la semilla de la pasión por leer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario