lunes, 14 de marzo de 2011

Textos para trabajar en clases

ALUMNOS DE 3º AÑO "A" DE LA UEP Nº 28 AQUÍ ESTÁN LOS TEXTOS A TRABAJAR EN CLASES
Mila Dosso
El homo celularis o el homo technologyc
Domingo, 21 de Noviembre de 2010 - 04:00
La especie humana ha evolucionado notablemente, un verdadero salto cualitativo del homo sapiens al homo celularis y al homo technologyc, especie perteneciente a los homínidos que puede encontrarse principalmente en zonas urbanas.
En una oportunidad, en una confitería, se sentó una joven pareja, ambos muy bien vestidos y de una distinción de esas que vienen de cuna, ¿vio? Apenas transcurrieron un par de minutos, cuando un celular emitió una de esas insufribles melodías que los delatan en cines, iglesias, habitaciones, oficinas, baños, velorios, teatros, conferencias, entierros...
Ella abrió rápidamente su cartera de marca, casi en éxtasis pegó el celular a la oreja e inició, a los gritos, una charla ridícula sobre cierta fiesta, la ropa de fulana, la borrachera de mengano, el romance de “esa gorda espantosa” y otra sarta de rigurosas estupideces, en tanto el mozo trajo el pedido, lo consumieron —sin que ella se inmutara en lo más mínimo mientras el pobre idiota que la acompañaba, con la mirada vacía, masticaba como un rumiante aburrido—, pagaron (él), salieron, subieron al auto y se fueron... ella con el celular aún embutido en la oreja.
La novedad del celular incluyó comunicación directa, al instante y en cualquier sitio u ocasión, la posibilidad de realizar llamadas y la incorporación luego de funciones más complejas, convirtiéndose en puente de nuestra vida social: juegos, mensajes, fotos, radio, base de datos, agenda, Internet y hasta la posibilidad de mirar novelas. Para algunos adictivo, para otros imprescindible, lo cierto es que lejos de ser un producto más para la cartera de la dama y el bolsillo del caballero, en la carrera desenfrenada del consumismo ha ganado el estatus de “irreemplazable”.
Con una ventaja adicional: ya no se está aburrido o solo, el celular es nuestra mejor compañía gracias a lo variado de sus ofertas virtuales.
Muchos se preguntan, entonces, porqué todavía existe gente que no posee celular, y lo que es aun más extraño, no siente la necesidad. Frases como “hoy en día tenés que tener celular”, “pensás que no, pero es necesario y te saca de apuros”, “el ritmo de vida te va llevando”, “si no tenés celular estás afuera” (?) parecen insuficientes para convencerlos de la importancia de su uso.
Ahora bien, este mandato de necesariedad refleja una característica peculiar de la modernidad que es la de “dar por sentado”, es decir, incorporar rápidamente ciertas prácticas asumiendo su naturalidad, sobre todo y en este caso en lo que respecta a la tecnología, ya que actúa como determinante en el acceso a diferentes espacios sociales, como referente de “estatus” a partir de la capacidad económica necesaria para la adquisición del más sofisticado modelo (que se cambia cada quince días) y también como reflejo de nuestra personalidad asociando la tecnología y la destreza en su uso a juventud y habilidad de adaptación, parafraseado en el ineludible “no quedarse atrás en el modelo más top y sofisticado”.
Este dar por sentado implica al mismo tiempo una suerte de exclusión, de rechazo hacia quienes no sean poseedores, materializado por medio de gestos de sorpresa o reproche, ejerciendo una presión social e incluso moral en términos de valores dados como ciertos y únicos.
No hay opción, hay un determinismo generado por nosotros mismos que traspasa el consumo; el deseo se reemplaza por la necesidad y deviene en autoritarismo tecnológico: es el “deber tener” como imperativo categórico para el normal desenvolvimiento dentro de la sociedad.
El cambio, la lógica del mercado de consumo de “quiero” por “tengo que” anula nuestra posibilidad de discernir limitándonos a optar sólo por las variantes del producto, creando una sensación de libertad de elección inacabada, que parte de absolutos. La creencia de comunicación como sinónimo de conexión permanente se impone a todos: sólo conectados somos integrantes en la dinámica del mundo y en su devenir.
Cabe acotar que lo mismo sucede con las redes sociales: quien no tenga Faceboock o Twiter es un don nadie, un pobre excluido, un marginal.

¿Y si no quiero?

El dilema se presenta por la ruptura de este acuerdo tácito, es decir, cuando algunos no quieren ser partícipes del lazo creado por la tecnología ni están dispuestos a recibir estímulos externos las 24 horas del día.
Querer preservar la individualidad, los silencios, las distancias, el comunicarnos en el sentido estricto del término y no sólo porque estamos aburridos o en una sala de espera o tenemos “minutos libres” debería ser respetado y valorizado en vez de juzgado como “antisocial”.
La constante interacción, casi obligada, deviene en una cotidianidad que provoca la pérdida de sentido, de profundidad en la forma de relacionarnos: incorporando el celular como una extensión de nuestro propio cuerpo, aceptamos y promulgamos la interrupción de charlas y actividades, momentos importantes que pasan a segundo plano y se fraccionan, a fin de priorizar la atención del llamado o del “mensajito”; también podemos evitar estar en los mismos espacios físicos con nuestros conocidos si no nos gusta tal o cual sitio o deambulando por diferentes lugares y aun así mantener el contacto en simultáneo, menospreciando la importancia del encuentro y del compartir algo que interesa al otro, aunque a nosotros no.
Estos ejemplos son clara muestra de la falta de comunión, de compromiso, e irónicamente demuestran que, cuanto más conectados más alejados estamos, no solo de los demás, por sobre todo de nosotros mismos, aturdidos y absortos en este marasmo de impulsos que imposibilitan el tiempo necesario para reflexionar y dar respuestas que tengan sentido, que trasmitan contenido, color y calor, que dibujen los matices del alma que entregamos o expresen los motivos de aquello que repudiamos; que simplemente nos representen o mejor, nos hagan presentes.
Elegir cómo utilizar el celular y sobre todo su adquisición o no o negarse a entrar en alguna red social y “tener un millón de amigos” de ninguna manera implica querer estar incomunicados o “fuera del sistema”. Por el contrario, es ser críticos sobre la forma en quiero expresarme, relacionarme con los otros, decidir en qué momento integrarme al plano colectivo y cuándo estar solo, respetando mis tiempos, mis espacios, protegiendo mi interior. No gozar de estas posibilidades es limitar y limitarnos, anulando la variedad de formas y elementos disponibles para expresarnos juntamente con la riqueza propia del mensaje

La cantante Calva de Eugéne Ionesco

ESCENA I
Interior burgués inglés, con sillones ingleses. Velada inglesa. El señor SMITH, inglés, en su sillón y con sus zapatillas inglesas, fuma su pipa inglesa y lee un diario inglés, junto a una chimenea inglesa. Tiene anteojos ingleses y un bigotito gris inglés. A su lado, en otro sillón inglés, la señora SMITH, inglesa, remienda unos calcetines ingleses. Un largo momento de silencio inglés. El reloj de chimenea inglés hace oír diecisiete toques ingleses.
SRA. SMITH:
– ¡Vaya, son las nueve! Hemos comido sopa, pescado, patatas con tocino, y ensalada inglesa. Los niños han bebido agua inglesa. Hemos comido bien esta noche. Eso es porque vivimos en los suburbios de Londres y nos apellidamos Smith.
SR. SMITH: (continuando su lectura, chasquea la lengua).
SRA. SMITH:
– Las patatas están muy bien con tocino, y el aceite de la ensalada no estaba rancio. El aceite del almacenero de la esquina es de mucho mejor calidad que el aceite del almacenero de enfrente, y también mejor que el aceite del almacenero del final de la cuesta. Pero con ello no quiero decir que el aceite de aquéllos sea malo.
SR. SMITH: (continuando su lectura, chasquea la lengua).
SRA. SMITH:
– Sin embargo, el aceite del almacenero de la esquina sigue siendo el mejor.
SR. SMITH: (continuando su lectura, chasquea la lengua).
SRA. SMITH:
– Esta vez Mary ha cocido bien las patatas. La vez anterior no las había cocido bien. A mí no me gustan sino cuando están bien cocidas.
SR. SMITH: (continuando su lectura, chasquea la lengua).
SRA. SMITH:
– El pescado era fresco. Me he chupado los dedos. Lo he repetido dos veces. No, tres veces. Eso me hace ir al retrete. Tú también has comido tres raciones. Sin embargo, la tercera vez has tomado menos que las dos primeras, en tanto que yo he tomado mucho más. Esta noche he comido mejor que tú. ¿Cómo es eso? Ordinariamente eres tú quien come más. No es el apetito lo que te falta.
SR. SMITH: (continuando su lectura, chasquea la lengua).
SRA. SMITH:
– No obstante, la sopa estaba quizás un poco demasiado salada. Tenía más sal que tú. ¡Ja, ja! Tenía también demasiados puerros y no las cebollas suficientes. Lamento no haberle aconsejado a Mary que le añadiera un poco de anís estrellado. La próxima vez me ocuparé de ello.
SR. SMITH: (continuando su lectura, chasquea la lengua).
SRA. SMITH:
– Nuestro rapazuelo habría querido beber cerveza, le gustaría beberla a grandes tragos, pues se te parece. ¿Has visto cómo en la mesa tenía la vista fija en la botella? Pero yo vertí en su vaso agua de la garrafa. Tenía sed y la bebió. Elena se parece a mí: es buena mujer de su casa, económica, y toca el piano. Nunca pide de beber cerveza inglesa. Es como nuestra hijita, que sólo bebe leche y no come más que gachas. Se ve que sólo tiene dos años. Se llama Peggy. La tarta de membrillo y de fríjoles estaba formidable. Tal vez habría estado bien beber, en el postre, un vasito de vino de Borgoña australiano, pero no he llevado el vino a la mesa para no dar a los niños un mal ejemplo de gula. Hay que enseñarles a ser sobrios y mesurados en la vida.

SR. SMITH: (continuando su lectura, chasquea la lengua).
SRA. SMITH:
– La señora Parker conoce un almacenero rumano, llamado Popesco Rosenfeld, que acaba de llegar de Constantinopla. Es un gran especialista en yogurt. Posee diploma de la escuela de fabricantes de yogurt de Andrinópolis. Mañana iré a comprarle una gran olla de yogurt rumano folklórico. No hay con frecuencia cosas como ésa aquí, en los alrededores de Londres.
SR. SMITH: (continuando su lectura, chasquea la lengua).
SRA. SMITH:
– El yogurt es excelente para el estómago, los riñones, el apéndice y la apoteosis. Eso es lo que me dijo el doctor Mackenzie-King, que atiende a los niños de nuestros vecinos, los Johns. Es un buen médico. Se puede tener confianza en él. Nunca recomienda más medicamentos que los que ha experimentado él mismo. Antes de operar a Parker se hizo operar el hígado sin estar enfermo.


Umberto Eco Signo

Supongamos que el señor Sigma, en el curso de un viaje a París, empieza a sentir molestias en el «vientre». Utilizo un término genérico, porque el señor Sigma por el momento tiene una sensación confusa. Se concentra e intenta definir la molestia: ¿ardor de estómago?, ¿espasmos?, ¿dolores viscerales? Intenta dar nombre a estos estímulos imprecisos: y al darles un nombre los centraliza, es decir, encuadra lo que era un fenómeno natural en tinas rúbricas precisas y «codificadas»; o sea que intenta dar a una experiencia personal propia una calificación que la haga similar a otras experiencias ya expresadas en los libros de medicina (...). Por fin descubre la palabra que le parece adecuada: esta palabra vale por la molestia que siente. Y dado que quiere comunicar sus molestias a un médico, sabe que podrá utilizar la palabra (que el médico está en condiciones de entender), en vez de la molestia (que el médico no siente y que quizás no ha sentido nunca en su vida). (...)
El señor Sigma decide pedir hora a un médico. Consulta la guía telefónica de París; unos signos precisos le indicarán quiénes son médicos, y cómo llegar hasta ellos. (...)
(...) Sigma marca el número: un nuevo sonido le dice que el número está libre. Y finalmente oye tina voz: esta voz habla en francés que no es la lengua de Sigma. Para pedir hora (y también después, cuando explique al médico lo que siente) ha de pasar de un código al otro, y traducir en francés lo que ha pensado en italiano. El médico le da la hora y una dirección. La dirección es un signo que se refiere a una 1osición precisa de la ciudad, a un piso preciso de un edificio, a una puerta precisa de ese piso; la cita se regula por la posibilidad, por parte de ambos, de hacer referencia a un sistema de signos de uso universal, que es el reloj.
Vienen después diversas operaciones que Sigma ha de realizar para reconocer un taxi como tal, los signos que ha de comunicar al taxista; cuenta también la manera como el taxista interpreta las señales de tráfico, direcciones prohibidas, semáforos (.) y están también las operaciones que ha de realizar Sigma para reconocer el ascensor del inmueble, identificar el pulsador correspondiente al piso, apretarlo para conseguir el traslado vertical, y por fin el reconocimiento del piso del médico, basándose en la placa de la puerta. (...) En tina palabra, Sigma ha de conocer muchas reglas que hacen que a una forma determinada corresponda una determinada función, o a ciertos signos gráficos, ciertas entidades, para poder al fin acercarse al médico.

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