Mila Dosso
El homo celularis o el homo technologyc
Domingo, 21 de Noviembre de 2010 - 04:00
La especie humana ha evolucionado notablemente, un verdadero salto cualitativo del homo sapiens al homo celularis y al homo technologyc, especie perteneciente a los homínidos que puede encontrarse principalmente en zonas urbanas.
En una oportunidad, en una confitería, se sentó una joven pareja, ambos muy bien vestidos y de una distinción de esas que vienen de cuna, ¿vio? Apenas transcurrieron un par de minutos, cuando un celular emitió una de esas insufribles melodías que los delatan en cines, iglesias, habitaciones, oficinas, baños, velorios, teatros, conferencias, entierros...
Ella abrió rápidamente su cartera de marca, casi en éxtasis pegó el celular a la oreja e inició, a los gritos, una charla ridícula sobre cierta fiesta, la ropa de fulana, la borrachera de mengano, el romance de “esa gorda espantosa” y otra sarta de rigurosas estupideces, en tanto el mozo trajo el pedido, lo consumieron —sin que ella se inmutara en lo más mínimo mientras el pobre idiota que la acompañaba, con la mirada vacía, masticaba como un rumiante aburrido—, pagaron (él), salieron, subieron al auto y se fueron... ella con el celular aún embutido en la oreja.
La novedad del celular incluyó comunicación directa, al instante y en cualquier sitio u ocasión, la posibilidad de realizar llamadas y la incorporación luego de funciones más complejas, convirtiéndose en puente de nuestra vida social: juegos, mensajes, fotos, radio, base de datos, agenda, Internet y hasta la posibilidad de mirar novelas. Para algunos adictivo, para otros imprescindible, lo cierto es que lejos de ser un producto más para la cartera de la dama y el bolsillo del caballero, en la carrera desenfrenada del consumismo ha ganado el estatus de “irreemplazable”.
Con una ventaja adicional: ya no se está aburrido o solo, el celular es nuestra mejor compañía gracias a lo variado de sus ofertas virtuales.
Muchos se preguntan, entonces, porqué todavía existe gente que no posee celular, y lo que es aun más extraño, no siente la necesidad. Frases como “hoy en día tenés que tener celular”, “pensás que no, pero es necesario y te saca de apuros”, “el ritmo de vida te va llevando”, “si no tenés celular estás afuera” (?) parecen insuficientes para convencerlos de la importancia de su uso.
Ahora bien, este mandato de necesariedad refleja una característica peculiar de la modernidad que es la de “dar por sentado”, es decir, incorporar rápidamente ciertas prácticas asumiendo su naturalidad, sobre todo y en este caso en lo que respecta a la tecnología, ya que actúa como determinante en el acceso a diferentes espacios sociales, como referente de “estatus” a partir de la capacidad económica necesaria para la adquisición del más sofisticado modelo (que se cambia cada quince días) y también como reflejo de nuestra personalidad asociando la tecnología y la destreza en su uso a juventud y habilidad de adaptación, parafraseado en el ineludible “no quedarse atrás en el modelo más top y sofisticado”.
Este dar por sentado implica al mismo tiempo una suerte de exclusión, de rechazo hacia quienes no sean poseedores, materializado por medio de gestos de sorpresa o reproche, ejerciendo una presión social e incluso moral en términos de valores dados como ciertos y únicos.
No hay opción, hay un determinismo generado por nosotros mismos que traspasa el consumo; el deseo se reemplaza por la necesidad y deviene en autoritarismo tecnológico: es el “deber tener” como imperativo categórico para el normal desenvolvimiento dentro de la sociedad.
El cambio, la lógica del mercado de consumo de “quiero” por “tengo que” anula nuestra posibilidad de discernir limitándonos a optar sólo por las variantes del producto, creando una sensación de libertad de elección inacabada, que parte de absolutos. La creencia de comunicación como sinónimo de conexión permanente se impone a todos: sólo conectados somos integrantes en la dinámica del mundo y en su devenir.
Cabe acotar que lo mismo sucede con las redes sociales: quien no tenga Faceboock o Twiter es un don nadie, un pobre excluido, un marginal.
¿Y si no quiero?
El dilema se presenta por la ruptura de este acuerdo tácito, es decir, cuando algunos no quieren ser partícipes del lazo creado por la tecnología ni están dispuestos a recibir estímulos externos las 24 horas del día.
Querer preservar la individualidad, los silencios, las distancias, el comunicarnos en el sentido estricto del término y no sólo porque estamos aburridos o en una sala de espera o tenemos “minutos libres” debería ser respetado y valorizado en vez de juzgado como “antisocial”.
La constante interacción, casi obligada, deviene en una cotidianidad que provoca la pérdida de sentido, de profundidad en la forma de relacionarnos: incorporando el celular como una extensión de nuestro propio cuerpo, aceptamos y promulgamos la interrupción de charlas y actividades, momentos importantes que pasan a segundo plano y se fraccionan, a fin de priorizar la atención del llamado o del “mensajito”; también podemos evitar estar en los mismos espacios físicos con nuestros conocidos si no nos gusta tal o cual sitio o deambulando por diferentes lugares y aun así mantener el contacto en simultáneo, menospreciando la importancia del encuentro y del compartir algo que interesa al otro, aunque a nosotros no.
Estos ejemplos son clara muestra de la falta de comunión, de compromiso, e irónicamente demuestran que, cuanto más conectados más alejados estamos, no solo de los demás, por sobre todo de nosotros mismos, aturdidos y absortos en este marasmo de impulsos que imposibilitan el tiempo necesario para reflexionar y dar respuestas que tengan sentido, que trasmitan contenido, color y calor, que dibujen los matices del alma que entregamos o expresen los motivos de aquello que repudiamos; que simplemente nos representen o mejor, nos hagan presentes.
Elegir cómo utilizar el celular y sobre todo su adquisición o no o negarse a entrar en alguna red social y “tener un millón de amigos” de ninguna manera implica querer estar incomunicados o “fuera del sistema”. Por el contrario, es ser críticos sobre la forma en quiero expresarme, relacionarme con los otros, decidir en qué momento integrarme al plano colectivo y cuándo estar solo, respetando mis tiempos, mis espacios, protegiendo mi interior. No gozar de estas posibilidades es limitar y limitarnos, anulando la variedad de formas y elementos disponibles para expresarnos juntamente con la riqueza propia del mensaje
En el momento que un australopiteco utiliza una piedra para descalabrar el cráneo de un mono, todavía no existe cultura, aunque en realidad transforma un elemento de la naturaleza en utensilio. Digamos que surge cultura cuando: a) un ser pensante establece una nueva función de la piedra; b) lo “denomina”“piedra que sirve para algo”; c) la reconoce como “la piedra que corresponde a la función Xy que tiene el nombre Y’. Estas tres condiciones ni siquiera implican la existencia de dos seres humanos. Es necesario que quien utiliza la piedra por primera vez considere la posibilidad de transmitir al día siguiente (aunque sea a sí mismo) la información adquirida y que para ello elabore un artificio mnemónico. Utilizar una piedra por primera vez no es cultura. Establecer qué y cómo la función puede repetirse y transmitir esta información, esto sí lo es. El hombre se convierte en emisor y destinatario de una comunicación. En el momento en que se produce la comunicación entre dos seres humanos, es fácil imaginar que lo observable es el signo verbal o pictográfico con el cual el emisor comunica al destinatario el objeto piedra y su posible función, por medio de un nombre (por ejemplo: “hundecráneos” o “arma”). El objeto cultural se ha convertido en el contenido de una posible comunicación verbal. El emisor puede comunicar la función del objeto incluso sin denominarlo verbalmente, sino tan sólo mostrándolo. Desde el momento en que el posible uso de la piedra ha sido conceptualizado, la propia piedra se convierte en signo concreto de su uso virtual. Por lo tanto se trata de afirmar que desde el momento en que existe sociedad, cualquier función se convierte automáticamente en signo de tal función. Esto es posible a partir del momento en que hay cultura. Pero existe cultura solamente porque esto es posible.
Con todo esto no queremos decir que la cultura sea solamente comunicación, sino que puede comprenderse mejor si se la examina desde el punto de vista de la comunicación,
Umberto Eco «Los umbrales de la cultura» Adaptación
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